domingo, 31 de marzo de 2013

El Otro Camino

El inicio es la mitad de todo
Pitágoras

El Mito de la Caverna


En el interior de una caverna se encuentran, desde su nacimiento, unos prisioneros encadenados de cuello y piernas y que sólo pueden mirar hacia la pared del fondo de su morada; detrás de ellos una hoguera, y entre ésta y aquellos personajes, un camino escarpado, a lo largo del cual se yergue un muro de cierta altura. Por el camino pasan unos hombres con toda clase de objetos que asoman por encima de la tapia y cuyas sombras son proyectadas al fondo de la caverna gracias a la luz que refleja la fogata. Aquellas sombras proyectadas son lo único que han visto los prisioneros a lo largo de toda su vida.

En cierta ocasión uno de los prisioneros se libera de sus cadenas y sale de la caverna a la luz del día, descubriendo por primera vez el mundo tal y como es. Deslumbrado por tanta claridad, inicialmente no llega a distinguir lo verdadero de lo que creía verdadero. Pero atravesando su ceguera mediante el uso de la razón, logra, finalmente, atravesar el velo del sueño y discernir el correlato entre sombra y su correspondiente objeto origen de la proyección; comienza a discernir entre la idea del mundo que ha ido configurando a lo largo de su vida y “el mundo que realmente es”. Por primera vez el hombre, objetivando el mundo mediante la razón,  trasciende su propia subjetividad, convirtiéndose, literalmente,  en sujeto. (Solo es libre quien es capaz de erguirse como sujeto).
Feliz con su hallazgo, el prisionero liberado vuelve al encuentro de sus antiguos compañeros para anunciarles que la realidad, el mundo real, está en el exterior, fuera de la caverna, y lo que ven no son sino sombras proyectadas. Ante tal relato aquellos reaccionan burlándose; piensan que la luz del día le ha cegado y por eso sufre tales delirios. Empeñado en mostrar el equívoco de aquellos, el hombre liberado trata de despojar a los prisioneros de sus cadenas para que el encuentro con la experiencia directa muestre su error; pero aquellos se resisten, negándose ferozmente a salir de la caverna e incluso, ante su insistencia, amenazan con matarle.

La construcción de la caverna

Vivimos una media de 80 años. Entre los cero y los siete años construimos nuestra propia caverna, nuestra cárcel, en cuyo fondo proyectamos nuestra idea del mundo. Es la cárcel del YO -  ego, carácter, personalidad- y que constituye el origen de nuestros límites y limitaciones…origen de todo nuestro sufrimiento. A lo largo de la vida vamos desarrollando y fijando hábitos a partir de aquellas creencias y emociones originarias - hábitos mentales, hábitos emocionales, hábitos corporales- hasta acabar “habitando esos hábitos”….hasta acabar habitando nuestra particular celda. Un hábito, en cierto sentido, es “simplemente” una adicción (reacción bioquímica del cuerpo), puesto que es “algo que no podemos dejar de hacer”.

Nuestra caverna se va conformando creando patrones neuronales que organizan nuestra memoria con el fin de  reaccionar rápida y automáticamente a los acontecimientos del entorno:
Todas nuestras experiencias con personas, objetos y lugares quedan impresas en nuestras redes neuronales, conformando “clusters” de impresiones, que constituyen nuestra mente. Luego entonces, día tras día, viendo las mismas personas, haciendo lo mismo de siempre, yendo a los mismos lugares, contemplando los mismos entornos y objetos,… los recuerdos memorizados disparan los mismos circuitos de respuesta ante el encuentro con lo familiar; reaccionamos, por lo tanto, con nuestros recuerdos, con nuestro pasado y, así, repetimos compulsivamente, una y otra vez, la misma realidad. Nos instalamos una y otra vez en nuestro pasado. El entorno activa nuestro pensamiento y lo externo se introyecta y mueve, así, lo interno; el hombre, (tele)dirigido por estímulos externos,  se transforma en autómata y el mundo se convierte en su caverna.

Es absolutamente necesario remarcar en este punto que un niño, especialmente en el primer septenio, desarrolle hábitos y ritmos vitales sanos, porque forjan su voluntad y sientan las bases de su futura identidad. En cambio, es el adulto quien debe liberarse de viejos hábitos y crear renovados contextos vitales.       

La ceguera


Los prisioneros en la caverna de Platón permanecen en ella porque no quieren morir a su instalada visión del mundo, no quieren morir a la repetición compulsiva (repetición tanática) en  sus vidas, no quieren, en definitiva, atravesar el límite del YO, extinguiendo su existencia entre los bastidores de sus sombras. Evitando morir, mueren, porque perecen a algo más trascendental: mueren a “quienes son”. Y no lo saben. Esta es su ceguera… porque evitar morir es morir, pero de “otra forma”. Al puro estilo de Edipo, quién, para evitar su destino huye para encontrarse con él: mata a su padre y se casa con su madre; o el mercader de Bagdad quien huye de la muerte para, en su movimiento a Samarra, correr directamente a sus brazos; o el rey que encierra a su hijo en un torreón para evitar que sea devorado por un tigre y lo lleva, consecuentemente, a una muerte, aunque distinta a la imaginada.

El otro camino

La caverna, la ceguera, el engaño, el aparente capricho del destino… son los pilares del devenir humano, los pilares del destino del YO.
Nuestro devenir está condicionado por quienes somos y, por tanto, nuestro destino depende del origen: “¿Quién mueve tu lengua cuando hablas?” preguntaba recurrentemente Buda al unirse un nuevo discípulo;  “Ojalá llegues a ser quien eres”, recordaba Píndaro, y el Tao Te King concluye “sabio es quien se conoce a sí mismo y poderoso quien se vence a sí mismo”. Todos ellos refieren a lo mismo: hay un YO, un alter ego que se va instalando en nosotros y usurpa nuestra identidad conduciéndonos por caminos alternativos.
Nuestra tarea como adultos,  si queremos “tomar” plenamente nuestra vida, consiste en atravesar nuestras “adicciones”, nuestros hábitos, y, ante todo, el mayor de todos ellos, el hábito/adicción a ser uno mismo; tomar el otro camino en vez del camino del otro. Y para ello hay que atravesar el círculo de baba del YO. Esta es nuestra gran tarea de vida; vencer al dragón como lo venció San Jorge, vencer al minotauro como lo hizo Teseo; derrocar límites y  ataduras traspasando los miedos para conquistar “el alma”.

La Salida

Cambiar significa atravesar los límites del YO; responder más allá de las condiciones del entono, del cuerpo (de los condicionamientos bioquímicos que se instalan en el cuerpo –los hábitos-adicciones) y del tiempo. Más allá del tiempo, en este contexto, significa apropiarse del lapso que transcurre entre estímulo y respuesta…y “adueñarse” de la réplica para dirigir conscientemente la respuesta.
De esta manera atravesamos los hábitos instalados, nuestros reflejos automáticos, y construimos una nueva mente. Y, así,  dando una respuesta interna diferente, transformamos nuestra vida.
Por ello, al inicio de este viaje, incluso antes que la voluntad –para muchos la última guarida de la libertad del hombre-,  está la atención.  La atención es previa a todo movimiento. La atención permite iniciar o parar un movimiento. Neurológicamente se sabe que el lóbulo frontal es el director de nuestro pensamiento - ocupa el 40% de nuestro cerebro- y determina nuestro comportamiento. Es el que dirige nuestra  intención, nuestro propósito y se desarrolla a través del ejercicio de la atención. Cuando enfocamos en algo, ponemos luz, dirigimos la atención; en la tradición oriental, la atención constituye el eje central de las técnicas de meditación, vía para el desarrollo de la consciencia, antesala de la iluminación. (Se ha demostrado que las técnicas de meditación desarrollan, precisamente, el lóbulo frontal).
La atención es, en definitiva,  la puerta de entrada para el desarrollo de la voluntad que permite traspasar los hábitos -vencer al hombre automático, al YO- y, así,  salir a la luz del día del fondo de nuestra caverna.
Goethe y más adelante Rudolph Steiner en su pedagogía,  hacen referencia a la necesidad de desarrollar las fuerzas de la atención, especialmente en los niños.  Steiner describe como estas fuerzas son las que permiten dirigir la voluntad en función de nuestros estímulos internos y no ser, permanentemente,  secuestrados por estímulos exteriores. Por lo tanto son estas fuerzas que permiten sentar las bases de la libertad auténtica, de la identidad libre. Y tal fue su significado para Goethe, cuyas palabras antes de morir fueron: “Luz, más Luz”… atención, más atención… el inicio para la conquista del hombre libre.





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